En nuestro reino los bueyes caminan una y otra
vez en busca de agua, pero nunca la encuentran.
Entonces dejan de ser bueyes, porque mueren de
sed, pero al cabo de unos minutos
resucitan, y la historia se repite.
No sólo con los bueyes, sino con las plantas, los animales,
y hasta las personas,
ocurre lo mismo. Todos los seres buscan agua, se
arrastran por el piso, escarban la arena, trepan
los árboles, danzan a la lluvia, pero nunca
pasa nada.
Hay quienes, en su tercera o cuarta resurrección,
intentan abandonar el pueblo, en busca de
tierras fértiles, pero el perímetro de la ciudad
es inmenso. Lo único que ha conseguido este
intento de escapar es una mayor dispersión de
sus habitantes.
De tanto resucitar, los pobladores son distinguidos
en la región por su marcado aplomo, y la falta de agua
les pesa ya tanto como el hecho de saber que no hay
una muerte que le ponga punto final a la
deshidratación eterna.
La muerte sirve para extirpar el dolor. Estos
seres inmortales, desdichados, reptan bajo
el sol ardiente maldiciendo el eterno retorno
de la sed.